jueves, 6 de mayo de 2010

SI NINGUNO PIENSA EN MI DEJO DE EXISTIR - Jules Supervielle por Claude Roy

Caspar David Friedrich- Caminante frente a la niebla


“Aún pienso el mundo…”, escribe penosa y heroicamente Rainer María Rilke, que se está muriendo, a Supervielle. El mensaje llegará junto con la noticia de la partida del autor de Las Elegías de Duino.


Dejar de pensar el mundo es no solamente consentir a la propia desaparición, es también abolir este universo que recibe de nosotros la gracia de existir. Supervielle siente muy profundamente que nosotros no aprehendemos ni desciframos el mundo sino por medio de, a través de, nuestro cuerpo, aún si esta noción no alcanza en él la claridad analítica que le daría un filósofo. Sabe también que sin nuestra voluntad de pensarlo, de ordenarlo, de ponerlo en acciones, en axiomas, en poemas, el mundo se abisma, desaparece, se hunde, que siempre está amenazado por esa inmersión fuera de lo humano que tan magníficamente ha descripto Sartre en La Náusea. Si dejamos de pensarlo, el mundo se disuelve, se corrompe, se dispersa, se licua, se vuelve una presencia atroz e innombrable de no- significancia, una de esas fermentaciones de las que habla otro novelista “las formas se inflaban, se corrompían fuera del mundo en el cual existe el universo”. En los bordes del universo de Supervielle, ronda siempre esa amenaza de las cosas y de los seres abolidos por un instante de distracción, por una falta de atención y de solicitud hacia lo que es. Cada una de nuestras caídas es una caída de los objetos que nos rodean y que nos pueblan:

Pero la estrella se dice: “Tiemblo en el extremo de un hilo,
Si ninguno piensa en mi, dejo de existir.


Es un tema que vuelve constantemente en sus poemas, el de las cosas que en nuestra ausencia dejan de ser las que son cuando las miramos fijamente, fijándolas, en el sentido original del término:

Caspar David Friedrich- Monje frente al mar













Cuando ninguno lo mira
El mar no es más el mar.
Es lo que nosotros somos
Cuando ninguno nos ve...

Y como el mar inestable, hasta el mismo sendero de arena está siempre en peligro:

No rocéis el hombro
Del caballero que pasa
Él se daría vuelta
Y se haría de noche,
Una noche sin estrellas,
Sin curva ni nubes…















En cada instante de su corteza y de la duración de su savia, el árbol de la noche está listo para todas las metamorfosis:

A la noche un abeto
Cuando ninguno lo ve
Se vuelve una barca
Sin brazos ni remos…


Hay espíritus como el de Goya, en los que el sueño de la razón engendra monstruos, el de Supervielle no da nacimiento más que a sombras que si no son bienhechoras, son por lo menos esencialmente inocentes. La angustia del poeta, sin embargo, no es menor cuando advierte de qué recursos de desintegración del ser está secretamente dotado, y cuál es la responsabilidad espiritual del hombre:

¡Qué pesada es la Tierra para cargarla! Se diría
Que cada hombre tiene su peso sobre la espalda
……………………………………………………

Pero hace falta llevarla siempre un poco más lejos
Para hacerla pasar de hoy a mañana.

Es el viejo mito de Atlas que él parece ingenuamente reinventar y lo prolonga hasta encontrarse con el mito de Edgar Poe, la fábula profunda e inquietante del Poder de las Palabras. El espíritu que puede negar la existencia del universo o deformar a gusto sus rasgos puede también engendrar allí, por error o torpeza, por capricho o por pasión, formas y vidas que en adelante dependen de él. Es la fábula maravillosa de La niña de Altamar, nacida de la obsesión de un marino y cautiva para siempre de la inmensidad desierta del mar. Es ese árbol germinado de un descuido del alma:

A fuerza de morir y de no decirlo
Habías hecho surgir un día, sin siquiera soñarlo,
Un gran manzano en flor, en medio del invierno…