martes, 24 de noviembre de 2009

He creído oir un ruido, pero era el ruido del mar...


La intensidad del pensamiento.
La fuerza materializadora de la obsesión.
El riesgo.
La responsabilidad.




JULES SUPERVIELLE


La niña de altamar






LA NIÑA DE ALTAMAR -(Traducción de Viridia Woolf) -


¿Cómo se habría formado esa calle flotante?

¿Qué marinos, con la ayuda de qué arquitectos, la habrían construido ahí en medio del Atlántico sobre la superficie del mar y por encima de un abismo de seis mil metros?

Esa calle larga, con casas de ladrillos rojos tan decolorados que habían adquirido un tinte gris-de-Francia, esos techos de pizarra, de tejas, esos humildes comercios inmutables… Y ese campanario tan calado…Y ese espacio cerrado por paredes vidriadas por encima de las cuales saltaba cada tanto un pez, ese espacio que no contenía más que agua marina y que seguramente pretendía ser un jardín…

¿Cómo se mantenía en pie todo eso sin siquiera ser sacudido por las olas?

Y cómo podía ser esta niña de doce años tan sola...caminando con zuecos y paso seguro por la calle líquida como si caminara sobre tierra firme…

Explicaremos las cosas a medida que se presenten y las comprendamos. Y lo que deba permanecer oscuro así quedará a nuestro pesar.

Al aproximarse un navío antes incluso de su aparición en el horizonte, la niña caía en un sueño profundo y la ciudad desaparecía completamente bajo el oleaje. Así había sido como nunca ningún marino, llegado incluso al término de una larga vida, había visto la aldea ni había siquiera sospechado su existencia.

La niña se creía única en el mundo ¿Sabría al menos que ella era una niña?
No era muy linda. Tenía los dientes un poco separados y la nariz demasiado respingada, un toque de rubor suavizaba su piel muy blanca. Pero la presencia de esta personita, iluminada por unos pequeños ojos grises muy luminosos, os hacía circular por el cuerpo hasta el alma, una sensación de asombro como venida del fondo de los tiempos.

En la calle única de la pequeña ciudad, la niña miraba a veces a la derecha y a veces a la izquierda como si hubiera esperado algún leve saludo de una mano o de una cabeza, alguna señal amistosa de parte de alguien. Simple impresión que ella daba, sin saberlo, dado que nada ni nadie podía venir en esta aldea perdida y siempre a punto de desvanecerse.

¿De qué viviría? ¿De la pesca? Seguramente no. Ella encontraba alimentos en la despensa de la cocina, carne inclusive, cada tres o cuatro días. También había para ella papas, algunas otras hortalizas, huevos de tanto en tanto.

Las provisiones nacían espontáneamente en el interior de los armarios. Y cuando la niña se servía mermelada de un pote, éste quedaba como no tocado, era como si las cosas hubieran sido así un día y así debieran quedarse para siempre.

Cada mañana, media libra de pan fresco envuelto en papel aguardaba a la niña en la panadería, sobre el mostrador de mármol detrás del cual jamás se había visto a nadie, ni siquiera una mano, ni un dedo, empujando el pan hacia ella.

Salía de la cama temprano, levantaba la cortina metálica de los comercios (aquí se leía: Cafetería, y allá: Herrero, o Panadería Moderna, o Mercería), abría los postigos de todas las casas, los enganchaba con cuidado para cuidarlos del viento de mar, y, según el tiempo, dejaba o no las ventanas cerradas. En algunas cocinas encendía el fuego para que el humo se elevara de tres o cuatro techos.

Una hora antes de la puesta de sol, empezaba a cerrar los postigos, y bajaba las cortinas metálicas.

La niña cumplía sus tareas movida por algún instinto, por una inspiración cotidiana que la forzaba a velar por todo. Cuando hacía buen tiempo tendía ropa a secar, o colgaba una alfombra en una ventana, como si fuera necesario que la aldea pareciera habitada.

Y todo el año debía cuidar la bandera de la alcaldía, que estaba tan expuesta.

A la noche se iluminaba con velas, o cosía a la luz de la lámpara. Varias casas de la ciudad tenían energía y ella operaba los conmutadores con toda naturalidad.

Una vez colocó un lazo de crespón negro sobre el llamador de una puerta. Sólo porque le pareció que así quedaba bien.
Y aquello quedó ahí dos días, después ella simplemente lo retiró.

Otra vez se puso a batir el tambor, el tambor de la aldea, como para anunciar alguna noticia. Como si de pronto hubiera sentido un violento deseo de gritar algo que pudiera oírse de un extremo al otro del mar.
Pero su garganta se había cerrado, y ningún sonido salió de ella. Y su esfuerzo había sido tan grande que su rostro y su cuello se habían ennegrecido como los de los ahogados.
Después de aquello guardó el tambor en su lugar habitual, en el rincón izquierdo al fondo de la gran sala de la alcaldía.

La niña accedía al campanario por una escalera de caracol cuyos escalones habían sido degastados por miles de pies jamás vistos. Debía tener unos quinientos escalones, pensaba ella, (aunque en realidad tenía noventa y dos).
Había que recargar al reloj de pesas dándole cuerda con la manivela para que hiciera sonar verdaderamente las horas, día y noche.

La cripta, los altares, los santos de piedra dando órdenes tácitas, todas esas sillas murmurantes que esperaban bien alineadas a seres de toda edad, esos altares cuyo oro había envejecido y quería envejecer aún más, todo aquello atraía y rechazaba a la niña que jamás entraba en la casa alta, contentándose con entreabrir a veces la puerta de capitón, en las horas de ocio, para echar una mirada rápida al interior mientras retenía el aliento.

En una valija de su habitación, había papeles de familia, algunas postales de Dakar, Río de Janeiro, Hong-Kong, firmadas: Carlos o C. Liévens, y dirigidas a Steenvorde (Norte). La niña de altamar ignoraba qué eran esos países lejanos y ese Carlos y ese Steenvoorde.
También conservaba en un armario un álbum de fotografías.
Una de ellas representaba a una pequeña que se le parecía mucho y ella solía contemplarla con humildad, ya que siempre era la imagen la que parecía tener razón, estar en lo cierto.
La imagen tenía un aro en la mano. La niña había buscado algo parecido en todas las casas de la aldea, y un día pensó que lo había encontrado: era el aro de hierro de un tonel. Pero apenas hubo intentado correr con él por la calle marina, el aro se perdió en el mar.
En otra fotografía la pequeña aparecía entre un hombre vestido con un uniforme de marinero y una mujer huesuda y endomingada. La niña de alta mar que no había jamás visto ni hombre ni mujer se había preguntado largo tiempo qué querrían esas personas. Se lo había preguntado hasta en lo más avanzado de la noche, cuando la lucidez llegaba a veces de golpe con la violencia del rayo.

Todas las mañanas iba a la escuela municipal con un gran portafolio que contenía cuadernos, una gramática, una aritmética, una historia de Francia, una geografía.

También tenía un Gastón Bonnier, miembro del Instituto, profesor de la Sorbona, y un Georges de Layens, laureado de la Academia de Ciencias, una pequeña flora con las plantas más comunes, así como las plantas útiles y perjudiciales con ochocientas noventa y ocho figuras.

Leía en el prefacio:
“Durante el verano, nada es más fácil que procurarse en gran cantidad, las plantas de los campos y de los bosques.”

Y la historia, la geografía, los países, los grandes hombres, las montañas, los ríos y las fronteras… cómo explicarse todo aquello cuando no se tiene más que la calle vacía de una pequeña ciudad, en lo más solitario del océano.
Y cuando veía el Océano de los mapas, no sabía que se encontraba sobre él.
A pesar de que lo hubiera pensado un día, durante un segundo. Pero había descartado la idea por loca y peligrosa.

Por momentos escuchaba con una sumisión absoluta, escribía algunas palabra, escuchaba otra vez, volvía a escribir, como al dictado de una maestra invisible. Después abría una gramática y permanecía largo tiempo inclinada, reteniendo el aliento sobre la página 60 y el ejercicio CLXVIII, al que se había aficionado. La gramática ahí parecía tomar la palabra para dirigirse directamente a la pequeña de altamar:

¿--------Eres tu? ¿--- -----piensas? ¿--- -----le hablas? ¿-----quieres? ¿--- -------hay que dirigirse? ¿-------pasa? ¿-- ------se acusa? ¿---- ------eres capaz? ¿--- -----eres culpable? ¿--- -----se trata? ¿-------te dio ese regalo? ¡Eh! ¿-- -----te quejas?

(Reemplaza los guiones por el pronombre interrogativo adecuado, con o sin preposición.)

A veces la niña experimentaba un deseo muy insistente de escribir ciertas frases. Y lo hacía con una aplicación muy grande.

He aquí algunas, entre muchas otras:

- Compartamos esto, ¿quieres?

- Escúchame bien. Siéntate, no te muevas, ¡te lo ruego!

- Si por lo menos tuviera un poco de nieve de alta montaña las horas pasarían más rápido.

- Espuma, espuma alrededor mío, ¿no terminarás por convertirte en algo duro?

- Para hacer una ronda hay que ser por lo menos tres.

- Eran dos sombras sin cabeza que se iban por la ruta polvorienta.

- La noche, el día, el día, la noche, las nubes y los peces voladores.

- He creído oír un ruido, pero era el ruido del mar.


O bien escribía una carta donde daba noticias de su pequeña ciudad y de si misma.
Aquello no se dirigía a nadie, y a su término, no se abrazaba a nadie, y en el sobre, no había ningún nombre.

Terminada la carta, la niña la arrojaba al mar – no para liberarse de ella, sino porque aquello debía ser así – y quizás a la manera de los navegantes a punto de naufragar que liberan en las aguas su último mensaje en una botella desesperada.

El tiempo no pasaba sobre la ciudad flotante: La niña tenía siempre doce años, y era inútil que hinchara su pequeño torso delante del armario espejado de la habitación. Una vez, cansada de parecerse a la fotografía que guardaba en su álbum con sus trenzas y su frente despejada, e irritada contra sí misma y su retrato, desparramó violentamente sus cabellos sobre sus hombros esperando que con ello su edad resultara alterada.
Quizás también el mar alrededor sufriera algún cambio, quizás emergieran grandes cabras de barba espumante que se acercarían para ver.
Pero el Océano había permanecido vacío y ella no había recibido otras visitas que la de las estrellas fugaces.

Pero un día, como en una distracción del destino, como si una hendidura en su voluntad, apareció un carguero.
Era un verdadero pequeño carguero todo humeante, testarudo como un bulldog y bien afirmado en el mar a pesar de estar poco cargado (una bella banda roja resplandecía al sol por debajo de la línea de flotación). Y avanzó por la calle marina de la ciudad sin que las casas desaparecieran bajo el oleaje y sin que la niñita se adormeciera.
Era justo el mediodía. El carguero hizo oír su sirena, pero esa voz no se mezcló a la del campanario. Cada una conservaba su independencia.
La niña, percibiendo por primera vez un ruido que le venía de los hombres, se precipitó a la ventana y gritó con todas sus fuerzas:

“¡AUXILIO!”

Y lanzó su delantal de escolar en la dirección del navío.
Pero el timonel ni siquiera giró la cabeza. Un marinero atravesó el puente mientras expulsaba humo de su boca como si nada sucediera. Los otros continuaron lavando su ropa.
De cada lado de la roda se fueron apartando los delfines cediendo paso al carguero que iba de prisa.

La niña descendió velozmente a la calle y se acostó sobre el rastro del navío, y abrazó su estela durante tanto tiempo, que cuando se levantó, ésta ya no era más que un borde de mar, sin memoria, y virgen.
Volvió a casa, estupefacta de haber gritado: “¡AUXILIO!”, y comprendiendo por fin el sentido profundo de esa palabra. Ese sentido la espantó. ¿Acaso los hombres no oían su voz? ¿O estos marinos eran sordos y ciegos… O más crueles que las profundidades del mar?

Entonces sucedió que vino a buscarla una ola que siempre se había mantenido a cierta distancia de la aldea, en una evidente reserva.
Era una ola enorme que se propagaba a cada lado de si misma mucho más lejos que las otras, y que en lo alto llevaba dos ojos de espuma perfectamente imitados.
Se hubiera dicho que comprendía ciertas cosas y que no terminaba de aprobarlas todas.
Y a pesar de que se formara y se deshiciera cientos de veces por día, jamás se olvidaba de colocarse en el mismo lugar esos dos ojos bien constituidos.
A veces, cuando algo le interesaba, solía permanecer casi un minuto con la cresta en el aire, olvidando su condición de ola, olvidando que tenía que recomenzarse cada siete segundos.

Hacía tiempo que la ola quería hacer algo por la niña sin saber qué. Cuando vió el carguero que se iba comprendió la angustia de la que se quedaba. Entonces muy resuelta, y sin que mediara una palabra, la llevó como de la mano no muy lejos de allí.
Después de haberse arrodillado ante ella a la manera de las olas y con el mayor respeto, la enrolló hasta el fondo de sí misma y la guardó un momento muy largo tratando de confiscarla, con la colaboración de la muerte.
Y la niñita trataba de no respirar para secundar a la ola en su proyecto tan serio.
Ésta no tardó en advertir que de ese modo no podría alcanzar su objetivo, entonces lanzó tan alto por el aire a la niña que ella ya no parecía más grande que una golondrina marina. Luego la recibió y la relanzó como una pelota.
La pequeña siempre volvía a caer entre copos tan grandes como huevos de avestruz.
Finalmente, convencida de que nada le haría nada, y de que no conseguiría darle muerte, la ola la regresó a su casa en medio de un extenso murmullo de lágrimas y de excusas.
Y la niña no había tenido ni un rasguño. Y recomenzó ese abrir y cerrar los postigos sin esperanza. Y ese transitorio desaparecer en el mar cada vez que el mástil de un navío asomaba en el horizonte.

Marinos que soñáis en altamar con los codos apoyados sobre la borda, temed pensar durante mucho tiempo en medio de la noche en un rostro amado.
Correríais el riesgo de dar nacimiento en lugares esencialmente desérticos a un ser dotado de toda la sensibilidad humana que no puede vivir, ni morir, ni amar. Y que sin embargo sufre como si viviera, como si amara, y como si se encontrara siempre a punto de morir.
Un ser infinitamente desheredado en las soledades acuáticas.
Como la niña de altamar, nacida un día del cerebro de Carlos Liévens, de Steenvoorde, marinero de puente del cuatro-mástiles Le Hardi, quien había perdido a su hija de doce años de edad, durante uno de sus viajes, y, una noche, por los 55 grados de latitud Norte y 35 de longitud Oeste, pensó largamente en ella, con una fuerza terrible, para gran desgracia de esa niña.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Saint Exupéry - El viento. El Salamanca. El mar más nuestro.


SAINT EXUPÉRY: EL PILOTO Y LA TORMENTA
Conrad, si relata un tifón, describe apenas las olas monumentales, las tinieblas y el huracán. Renuncia a tratar esta materia. Pero en la bodega atestada de inmigrantes chinos, el vaivén ha derribado y dispersado sus equipajes, roto sus cajas y mezclado sus pobres tesoros. Ese oro que, centavo a centavo, han amasado durante toda su vida, esos recuerdos que se asemejan entre sí pero que son individuales, todo vuelve al desorden, todo vuelve al anonimato, todo se confunde en un magma inextricable. Conrad sólo nos muestra el drama social en el tifón.
Todos hemos conocido esa impotencia de transmitir nuestras impresiones, cuando, luego de la tempestad, de vuelta al redil, en el pequeño restaurante de Toulouse, bajo la protección de la mesera, renunciábamos a relatar el infierno. Nuestro relato, nuestros gestos, nuestras grandes palabras habrían hecho sonreír a nuestros camaradas como fanfarronerías infantiles. No es casualidad. El ciclón del que hablaré fue realmente la experiencia más impresionante en su brutalidad, por la que he pasado; y sin embargo, más allá de cierta medida, ya no sé describir la violencia de los remolinos sino multiplicando superlativos que no añaden nada más que una molesta sensación de exageración.
He comprendido lentamente la razón de esta impotencia: se quiere describir un drama que no ha existido. Si se cae en la evocación del horror, es que el horror ha sido inventado luego, al revivir los recuerdos. El horror no se muestra en la realidad.
Por eso es que al comenzar este relato de una revuelta de los elementos, que he vivido, no siento la impresión de escribir un drama comunicable.
Abandoné la escala de Trelew, rumbo a Comodoro Rivadavia, en la Patagonia. Allí se vuela sobre una tierra abollada como un viejo caldero. Ningún otro suelo, en ningún lado, muestra tan bien su desgaste. Los vientos que empujan, a través de una escotadura de la cordillera de los Andes, las altas presiones del Pacífico se estrangulan y aceleran en un estrecho corredor de cien kilómetros de frente, en dirección al Atlántico, y arrasan todo a su paso. Única vegetación de un suelo raído hasta la trama, sólo la cubren pozos de petróleo, como un bosque incendiado. Cada tanto, dominando colinas redondeadas en que los vientos sólo dejaron un residuo de cascajo, se alzan montañas en forma de roda, aguzadas, dentadas, despojadas de su carne hasta el hueso.
Durante tres meses de verano la velocidad de esos vientos, en tierra, se eleva hasta ciento sesenta kilómetros por hora. Lo sabíamos bien. Mis compañeros y yo, una vez atravesada la landa de Trelew, cuando nos acercábamos a las inmediaciones de la zona que barrían, reconocíamos su presencia en no sé que color azul grisáceo, y ajustábamos un punto cinturón y tirantes, a la espera de los grandes remolinos. Comenzábamos un vuelo penoso, cayendo a cada paso en baches invisibles. Era un trabajo manual. Durante una hora, los hombros aplastados por esas variaciones brutales, hacíamos un trabajo de estibadores. Más allá, una hora después, encontrábamos la calma.
Nuestras máquinas resistían. Confiábamos en las junturas de las alas. La visibilidad, por lo general, era buena y no planteaba problemas. Considerábamos esos viajes como una tarea dura, no como dramas.
Pero ese día no me gustaba el color del cielo.
El cielo estaba azul. De un azul puro. Demasiado puro. Un sol duro brillaba sobre la tierra raída y hacía resplandecer, cada tanto, esos espinazos blanquecinos hasta el hueso. Ninguna nube. Pero a ese azul, más que nunca, se mezclaba ese resplandor de cuchillo afilado.
Sentí por anticipado el vago malestar que precede los grandes esfuerzos físicos. Esa misma pureza del cielo me molestaba.
En las tormentas negras, el enemigo se muestra. Uno lo mide, se puede preparar a recibir su embate. En las tormentas negras, se sujeta al adversario. Pero, a gran altura, en tiempo claro, esos remolinos de tempestad azul sorprenden al piloto como aludes, y siente el vacío por debajo.
También noté algo más. A nivel de las montañas había no una bruma ni vapores, no una neblina de arena, sino algo así como un reguero de ceniza. No me agradaba esa limadura de tierra erosionada que el viento arrastraba al mar. Tendí a fondo mis correas de cuero y, manejando con una mano, me aferré con la otra a un travesaño de mi avión. Y sin embargo todavía navegaba en un cielo notablemente calmo. Al fin se estremeció. Todos nosotros conocíamos esos choques secretos que anuncian tempestades verdaderas. Ni balanceo ni vaivén. Ningún movimiento de gran amplitud. El vuelo sigue siendo rectilíneo y horizontal. Pero se han recibido en las alas esos golpes anunciadores: choques espaciados, apenas perceptibles, infinitamente secos, y que estallan cada tanto, como si el aire tuviese rastros de pólvora.
Luego a mi alrededor todo estalló.
No tengo nada que decir sobre los dos minutos que siguieron. No afloran a mi mente más que algunos pensamientos rudimentarios, esbozo de razonamiento, observaciones simples. No puedo hacer un drama con eso, porque no hubo drama. Sólo puedo alinearlos en algo así como un orden cronológico.
Primero, no avanzaba. Después de oblicuar a la derecha, para corregir a una repentina deriva, vi cómo el paisaje se inmovilizaba poco a poco, luego se detenía definitivamente. Ya no ganaba terreno. Mis alas ya no devoraban el trazado de la tierra. Esa tierra que veía girar, girar, pero en su sitio: el avión patinaba como sobre un engranaje gastado.
Al mismo tiempo tenía la absurda impresión de mostrarme en descubierto. Todas esas crestas, todas esas aristas, todos esos picos, que hacían surcos en el viento y me arrojaban sus remolinos, me parecían cañones apuntándome. Así se formaba lentamente en mí la idea de sacrificar mi altura, y de buscar, en el fondo de un valle, la protección de un flanco de montaña. Además lo desease o no, era aspirado hacia el suelo.
Atrapado así en las primeras oleadas de un ciclón, de que supe por experiencia, veinte minutos después, que alcanzaba en tierra la fantástica velocidad de doscientos cuarenta kilómetros, no sentí nada trágico. Si cierro los ojos, si olvido el avión y el vuelo para buscar la expresión de mi experiencia en su íntima simplicidad, vuelvo a encontrar la perplejidad de un mozo de cordel cargado de bultos en equilibrio, que se debate contra el deslizamiento de su carga, ataja uno de los objetos con un movimiento brusco que provoca el desmoronamiento de otro, y que de pronto, cuando está completamente ahogado en el absurdo, se encuentra tentado de abrir los brazos y abandonar la pila íntegra. Ninguna imagen de peligro rondaba mi espíritu. Hay una especie de ley del camino más corto de la imagen; el acontecimiento es encerrado en el símbolo que lo resume en el más rápido escorzo; yo era ese acarreador de vajilla que resbaló y dejó caer su edificio de porcelana.
Ahora soy prisionero de un valle. Mi incomodidad, lejos de atenuarse, se acrecentó. Los remolinos, ciertamente, no han matado a nadie. Bien sabemos que la expresión "pegado al suelo por los remolinos" no es más que una expresión de periodista. ¿Cómo descendería el viento bajo tierra? Pero hoy, en mi fondo de valle, he perdido las tres cuartas partes del control de mi aparato. Y veo que esta proa de piedra, allí enfrente, se balancea de derecha a izquierda, escala bruscamente el cielo, y, un segundo, me domina antes de caer bajo el horizonte.
El horizonte... no hay más horizonte. Estoy como encerrado entre las bambalinas de un teatro atestado de planos de decorados. Verticales, horizontales, oblicuas, todas las líneas se mezclan. Cien valles transversales me enredan en sus perspectivas. No alcanzo a ubicarme cuando una nueva erupción me hace girar un cuarto de vuelta, o me vuelve. Y debo desenredarme nuevamente. Entonces nacen en mí dos ideas. Una es un descubrimiento: sólo hoy comprendo la causa de algunos accidentes de aviación ocurridos en montaña, que no pueden explicarse por la bruma ausente. Los pilotos han confundido un instante, en este vals del paisaje, vertientes oblicuas y planos horizontales. La otra idea es una idea fija: hay que llegar al mar. El mar es llano. No chocaré con el mar.
Y viro, en lo que puede llamarse viraje esa danza vagamente dirigida en los valles que se orientan hacia el Este. Hasta ahora no hay nada que sea muy patético. Lucho contra el desorden, me agoto contra el desorden, me agoto queriendo reedificar un gigantesco castillo de naipes que se derrumba indefinidamente. Apenas siento un temor elemental, cuando una de las paredes de mi prisión se levanta como una ola contra mí. Apenas me oprimen el corazón las zancadillas que me disparan las aristas vivas, cuando paso por sus remolinos. Cuando saltan esos polvorines invisibles. Si reconozco un sentimiento claro en esa mezcla de sentimientos confusos, es un sentimiento de respeto. Respeto a ese pico. Respeto a esa arista aguzada. Respeto a esa cúpula. Respeto a ese valle transversal, que desemboca en el mío y va a provocar sabe Dios qué remolinos, al mezclar su torrente de viento con el que ya me arrastra.
Y así descubro que no lucho contra el viento, sino contra esa misma arista, contra esa cresta, contra esa roca. Lucho contra la roca, pese a la distancia. Gracias a prolongamientos invisibles, gracias a minúsculos secretos, él mismo se me opone. Delante de mí, a mi derecha, reconozco el pico de Salamanca, un cono perfecto que yo sé, domina el mar. ¡Voy a evacuarme al mar! Pero aún debo pasar bajo el viento de ese pico. ...El pico de Salamanca es un gigante... Y el pico de Salamanca me impone respeto.
Tengo un minuto de tregua. . .dos segundos... Algo se anuda, se cierra, se estrecha. Estoy simplemente admirado. Abro los ojos de par en par. Me parece que todo mi avión vibra, se extiende, se amplifica. Sin moverse, horizontal, es alzado quinientos metros en algo así como una dilatación. Domino de pronto a mis enemigos, yo, que hace cuarenta minutos no podía elevarme a más de sesenta metros. El avión tiembla como en una marmita. El océano se descubre ampliamente. El valle se abre sobre ese océano, sobre la salvación.
Y he aquí que, sin transición, recibo en el vientre, a mil metros de él, el choque del pco de Salamanca. Todo se me escapa. Y voy dando tumbos hacia el mar.
Estoy frente a la costa. Perpendicular a la costa. Han pasado muchas cosas en un minuto. Primero, no desemboqué en el mar. He sido arrojado hacia el mar como por una tos monstruosa; vomitado por mi valle como por una boca de cañón. Cuando, casi en seguida a mi parecer, viré de tres cuartos para controlar mi distancia a la costa, la distinguí, esfumada, a diez kilómetros, ya azul como una costa extranjera. Y la forma dentada de esos montes recortados sobre el cielo puro me hizo el efecto de una fortaleza almenada. Estaba aplastado a ras del agua por el poder de los vientos que doblegan y al momento advertí la velocidad de la perturbación que intentaba remontar, comprendiendo demasiado tarde mi falta. A todo motor, a doscientos kilómetros por hora (velocidad máxima en esa época) y a veinte metros de la espuma, no progresaba.
Un viento semejante, si ataca un bosque tropical, se prende en las ramas como una llama, las retuerce en espiral y desarraiga los árboles gigantes como si fuesen rábanos... Aquí, cayendo de lo alto de las montañas, aplastaba al mar.
Aferrado con todo mi motor, frente a la costa, contra ese viento en que cada repliegue del suelo enganchaba su estela como un largo reptil, me parecía aferrarme al extremo de un látigo monstruoso que chasqueaba por sobre el mar.
En esta latitud América ya es angosta y la cordillera de los Andes no está lejos del Atlántico. No me debatía sólo contra las corrientes de los montes de la costa, sino, sin duda, con un cielo íntegro que caía sobre mí desde lo alto de la cordillera de los Andes. Por primera vez después de cuatro años de vuelo de línea, dudaba de la resistencia de mis alas. Temía también embestir al mar, no por los remolinos descendentes que formaban necesariamente, a su nivel, un colchón horizontal sino a causa de las posiciones acrobáticas involuntarias en que me sorprendían. A cada giro dudaba de enderezar antes del choque. En fin, temía, ante todo, irme simplemente a pique, una vez agotada la nafta, lo que me parecía fatal. A cada instante esperaba el vaciado de mis bombas. Y, en efecto, las sacudidas eran tales que la inercia de la nafta en los tanques medio llenos, o en los conductos, provocaba repentinas detenciones del motor, que soltaba no un gruñido homogéneo, sino un extraño lenguaje Morse compuesto de largas y breves.
Sin embargo, aferrado a los comandos de mi pesado avión de transporte, absorbido por la lucha física, sólo conocía sentimientos rudimentarios y consideraba sin sentir nada, las huellas del viento en el mar. Veía grandes charcos blancos, de ochocientos metros de envergadura, correr hacia mí a doscientos cuarenta kilómetros por hora, allí
donde las trombas descendentes se dividían contra las aguas en explosiones horizontales.
El mar era a la vez verde y blanco. De un blanco de azúcar molida y placas verdes esmeralda. No distinguía en ese tumulto desordenado unas olas de otras. Chorreaban torrentes sobre el mar. Los vientos imprimían allí huellas gigantes, como en otoño en las cosechas, cuando un gigantesco remolino se propaga a través de los trigales. A veces, entre las playas, una absurda transparencia ofrecía la visión del fondo verde y negro. Luego crujía en mil astillas blancas el gran vidrio del mar.
Cierto, me encontraba perdido. Después de veinte minutos de lucha, no había ganado cien metros. Además, el vuelo eran tan difícil, a diez kilómetros de los acantilados, que yo me preguntaba cómo resistiría a los remolinos si alguna vez me acercaba. Marchaba sobre baterías que tiraban sobre mí. Pero, ¿cómo habría conocido el miedo? Estaba vacío, absolutamente, de todo pensamiento que no fuese la imagen de un acto simple. Enderezar. Enderezar. Enderezar. Enderezar. Tenía sin embargo instantes de tregua. Sin duda esos instantes de reposo se parecían aún a las más violentas tempestades que hubiese soportado, pero en comparación, sentía una gran relajación. Las reacciones de defensa se distendían un poco. Sabía prever esos momentos. No era yo quien marchaba hacia esas zonas de relativa calma; pero esos oasis casi verdes, bien marcados en el mar, corrían hacia mí. Leí claramente en las aguas el anuncio de una provincia habitable. Y, cada vez, durante la tregua temporaria, volvía el poder de pensar y de sentir. Entonces me juzgaba perdido. Entonces la angustia me ganaba poco a poco. Y, cuando veía estallar en mi dirección una nueva ofensiva blanca, era presa de un corto pánico, hasta el preciso instante en que chocaba en las lindes del hervidero, contra mi invisible mar. Luego no sentía nada.
¡Subir! Sentía sin embargo ese deseo. La zona de calma me parecía infinitamente profunda. Entonces volvía una sorda esperanza: "Tomará altura..., arriba encontrará otras corrientes que me permitirán avanzar... voy..." Empleaba entonces la tregua para intentar a toda prisa el escalamiento. Era duro, pues los vientos descendentes seguían siendo sólidos adversarios. Cien metros. . . doscientos metros. .. y pensé: "Si alcanzo los mil metros estoy salvado". Pero distinguía en el horizonte la jauría blanca lanzada contra mí. Y extendía la mano para no ser golpeado en pleno pecho, para no ser sorprendido en una posición peligrosa. Demasiado tarde. La primera zancadilla me volteaba. Así el cielo se me aparecía como una especie de cúpula resbalosa, donde no lograba mantenerme. ¿Cómo dar órdenes a las propias manos? Acabo de hacer un descubrimiento que me alarma. Mis manos están entumecidas. Mis manos están muertas. No recibo ningún mensaje de ellas. Sin duda pasa eso desde hace rato, pero no lo he notado. Lo grave es notarlo; hacerse esa pregunta.En efecto, las torsiones de las alas arrastraban a los cables de comando e imprimían a mi volante aletazos desordenados. Desde hacía cuarenta minutos me aferraba a él, con todas mis fuerzas, para amortiguar un poco esos choques, de los que yo temía hiciesen saltar los cables. He apretado demasiado, y ya no siento mis manos. ¡Qué descubrimiento! Mis manos son manos extrañas. Las miro, separo un dedo; me obedece. Miro a otro lado. Tomo la misma decisión. No sé si el dedo me obedece. No me ha comunicado ningún mensaje. Pienso: "Sí mis manos se abrieran, ¿cómo lo sabría?" Y bruscamente las miro, siguen cerradas, pero tuve miedo. ¿Cómo distinguir la imagen de una mano que se abre, de la decisión de abrirla, cuando han dejado de transmitir las sensaciones entre la mano y el cerebro? Imagen o acto de voluntad, ¿cómo reconocerlos? Hay que ahuyentar la imagen de manos que se abren. Viven una vida aparte. Hay que evitarles esa tentación monstruosa. Y me he embarcado en una absurda letanía, que no interrumpiré hasta el fin del vuelo. Un solo pensamiento. Una sola imagen. Una sola frase que infatigablemente repito: "¡Aprieto las manos.., aprieto las manos... aprieto las manos..." Me he condensado íntegramente en esta frase, ya no hay mar blanco, ni remolinos, ni festones de montañas. Aprieto las manos. Ya no hay peligro ni ciclón, ni tierra perdida. En algún lado hay manos de caucho que, si una sola vez dejan escapar el volante, no tendrán tiempo de volver a sujetarlo y de domar el vuelco antes de llegar al mar. No sé nada. No siento nada, sólo que me vacío. Me vacío de mi fuerza, y a la vez de mi deseo de luchar. Mi motor prosigue su lenguaje Morse, largas y breves, crujidos y sacudones de un paño que se desgarra. Cuando el silencio se prolonga más de un segundo, tengo la impresión de que se detiene el corazón. Mis bombas agotadas ¡Acabado! No, sigue de nuevo... Leo en el termómetro de ala treinta y dos grados centígrados bajo cero. Pero estoy bañado en sudor de pies a cabeza. Chorrea sobre mi rostro. ¡Qué baile! Sabré al instante que mi batería de acumuladores ha arrancadosus bielas de acero y se ha aplastado contra el techo, que ha abollado. Me enteraré también de que las nervaduras de ala se han despegado y que ciertos cables de comando están desgastados hasta el último fragmento. Y sigo vaciándome. Ignoro cuándo me vendrá la indiferencia de las grandes fatigas y el fúnebre gusto del descanso. ¿Qué puedo contar de eso? Nada. Me duelen los hombros. Mucho. Como si hubiese cargado pesadas bolsas. Me asomo. En un charco verde he visto, por transparencia, un fondo tan cercano que distingo todos sus detalles. Pero la rodilla del viento pulveriza la imagen. Luego de una hora y veinte minutos de lucha, logré una ascensión de trescientos metros. Distinguí, un poco al Sur, un ancho reguero sobre el mar, algo así como un río azul. Decidí derivar hasta ese río. No adelanto, pero tampoco retrocedo. Si alcanzo esta ruta abrigada por no sé que interferencias, quizá pueda remontar lentamente hacia la costa. Me dejo derivar entonces hacia la izquierda. Me parece también que la violencia del viento disminuye. Precisé una hora para cubrir mis diez kilómetros. Luego, al abrigo del acantilado, acabé de bajar hacia el Sur. Intento ahora subir para internarme por sobre la tierra, en dirección al terreno de escala. Logro mantenerme a trescientos metros de altura. Reina siempre un tiempo atroz, pero no hay comparación. .. Se acabó...
Sobre el terreno vi unos ciento veinte soldados. Concentrados por mí, debido al ciclón. Me ubico, pues, en medio de ellos. Después de una hora de maniobras, entran en el avión en el hangar. Desciendo. No cuento nada. Tengo sueño. Muevo lentamente los dedos que no logro desentumecer. Apenas me parece que recién he tenido miedo. ¿Tuve miedo? Asistí a un extraño espectáculo. ¿Qué extraño espectáculo? No sé. El cielo estaba azul y el mar muy blanco. ¡Tendría que relatar mi aventura ya que vuelvo de tan lejos! Pero lo ocurrido se me escapa. "Imaginen un mar blanco.., muy blanco... más blanco todavía. . ." No se comunica nada multiplicando los epítetos. No se comunica nada con esos balbuceos.
No se comunica nada porque no hay nada que comunicar. Ningún drama verdadero reside en esos pensamientos que han horadado las entrañas, en ese dolor en los hombros. Ni en ese cono del pico de Salamanca. Estaba cargado como un polvorín, pero si digo eso, reirán. Yo también... sentí respeto por el pico de Salamanca. Eso fue todo. No es un drama.
Sólo hay un drama y patetismo en las cosas humanas. Quizá mañana me sienta conmovido, cuando embellezca mi aventura al imaginarme, a mí vivo, a mí que marcho sobre la tierra de los hombres, perdido en el ciclón. Haré trampas, pues el que luchaba con brazos y piernas contra ese ciclón no puede compararse con este hombre feliz del mañana. Estaba demasiado ocupado. Sólo traje un pequeño botín, hice un pobre descubrimiento. Éste es mi testimonio: ¿cómo distinguir de una simple imagen el acto voluntario, cuando las sensaciones no se transmiten? Probablemente habría logrado emocionarlos relatándoles la historia de algún niño injustamente castigado. Pero los enredé en un ciclón sin afligirlos, quizá. Así, ¿acaso no asistimos cada semana, desde nuestras butacas de cine, al bombardeo de Shanghai? Podemos admirar, sin horror, las volutas de hollín y ceniza que esa tierra volcánica lanza lentamente hacia el cielo. Y sin embargo al mismo tiempo que el grano de los graneros, que la herencia de las generaciones, que los tesoros familiares, la carne de los niños quemados, dilapidada en humo, engrosa lentamente ese cúmulo negro.
Pero el drama físico en sí no nos conmueve si no nos muestra su sentido espiritual.

martes, 1 de septiembre de 2009

Arthur Rimbaud - El deseo del mar. El deseo de la poesía. El deseo.




Elle est retrouvée !
- Quoi ? – l’Éternité.
C’est la mer mêlée
Au soleil.



¡Ha sido encontrada!
-¿Qué? -la Eternidad.
Es el mar aleado
Al sol.




Le Bateau ivre





Comme je descendais des Fleuves impassibles,
Je ne me sentis plus tiré par les haleurs :
Des Peaux-Rouges criards les avaient pris pour cibles
Les ayant cloués nus aux poteaux de couleurs.
J'étais insoucieux de tous les équipages,
Porteur de blés flamands et de cotons anglais.
Quand avec mes haleurs ont fini ces tapages
Les Fleuves m'ont laissé descendre où je voulais.
Dans les clapotements furieux des marées,
Moi, l'autre hiver, plus sourd que les cerveaux d'enfants,
Je courus ! Et les Péninsules démarrées
N'ont pas subi tohu-bohus plus triomphants.
La tempête a béni mes éveils maritimes.
Plus léger qu'un bouchon j'ai dansé sur les flots
Qu'on appelle rouleurs éternels de victimes,
Dix nuits, sans regretter l'œil niais des falots !
Plus douce qu'aux enfants la chair des pommes sûres,
L'eau verte pénétra ma coque de sapin
Et des taches de vins bleus et des vomissures
Me lava, dispersant gouvernail et grappin.
Et dès lors, je me suis baigné dans le Poème
De la Mer, infusé d'astres, et lactescent,
Dévorant les azurs verts ; où, flottaison blême
Et ravie, un noyé pensif parfois descend ;
Où, teignant tout à coup les bleuités, délires
Et rythmes lents sous les rutilements du jour,
Plus fortes que l'alcool, plus vastes que nos lyres,
Fermentent les rousseurs amères de l'amour !
Je sais les cieux crevant en éclairs, et les trombes
Et les ressacs et les courants : Je sais le soir,
L'aube exaltée ainsi qu'un peuple de colombes,
Et j'ai vu quelques fois ce que l'homme a cru voir !
J'ai vu le soleil bas, taché d'horreurs mystiques,
Illuminant de longs figements violets,
Pareils à des acteurs de drames très-antiques
Les flots roulant au loin leurs frissons de volets !
J'ai rêvé la nuit verte aux neiges éblouies,
Baiser montant aux yeux des mers avec lenteurs,
La circulation des sèves inouïes
Et l'éveil jaune et bleu des phosphores chanteurs !
J'ai suivi, des mois pleins, pareilles aux vacheries
Hystériques, la houle à l'assaut des récifs,
Sans songer que les pieds lumineux des Maries
Pussent forcer le mufle aux Océans poussifs !
J'ai heurté, savez-vous, d'incroyables Florides
Mêlant aux fleurs des yeux des panthères à peaux
D'hommes ! Des arcs-en-ciel tendus comme des brides
Sous l'horizon des mers, à de glauques troupeaux !
J'ai vu fermenter les marais énormes, nasses
Où pourrit dans les joncs tout un Léviathan !
Des écroulements d'eau au milieu des bonaces,
Et les lointains vers les gouffres cataractant !
Glaciers, soleils d'argent, flots nacreux, cieux de braises !
Échouages hideux au fond des golfes bruns
Où les serpents géants dévorés de punaises
Choient, des arbres tordus, avec de noirs parfums !
J'aurais voulu montrer aux enfants ces dorades
Du flot bleu, ces poissons d'or, ces poissons chantants.
- Des écumes de fleurs ont bercé mes dérades
Et d'ineffables vents m'ont ailé par instant.
Parfois, martyr lassé des pôles et des zones,
La mer dont le sanglot faisait mon roulis doux
Montait vers moi ses fleurs d'ombres aux ventouses jaunes
Et je restais, ainsi qu'une femme à genoux...
Presque île, ballottant sur mes bords les querelles
Et les fientes d'oiseaux clabaudeurs aux yeux blonds.
Et je voguais lorsqu'à travers mes liens frêles
Des noyés descendaient dormir à reculons !
Or moi, bateau perdu sous les cheveux des anses,
Jeté par l'ouragan dans l'éther sans oiseau,
Moi dont les Monitors et les voiliers des Hanses
N’auraient pas repêché la carcasse ivre d'eau ;
Libre, fumant, monté de brumes violettes,
Moi qui trouais le ciel rougeoyant comme un mur
Qui porte, confiture exquise aux bons poètes,
Des lichens de soleil et des morves d'azur ;
Qui courais, taché de lunules électriques,
Planche folle, escorté des hippocampes noirs,
Quand les juillets faisaient couler à coups de trique
Les cieux ultramarins aux ardents entonnoirs ;
Moi qui tremblais, sentant geindre à cinquante lieues
Le rut des Béhémots et les Maelstroms épais,
Fileur éternel des immobilités bleues,
Je regrette l'Europe aux anciens parapets !
J'ai vu des archipels sidéraux ! et des îles
Dont les cieux délirants sont ouverts au vogueur :
- Est-ce en ces nuits sans fond que tu dors et t'exiles,
Million d'oiseaux d'or, ô future vigueur ? -
Mais, vrai, j'ai trop pleuré ! Les Aubes sont navrantes.
Toute lune est atroce et tout soleil amer :
L'âcre amour m'a gonflé de torpeurs enivrantes.
Ô que ma quille éclate ! Ô que j'aille à la mer !
Si je désire une eau d'Europe, c'est la flache
Noire et froide où vers le crépuscule embaumé
Un enfant accroupi plein de tristesses, lâche
Un bateau frêle comme un papillon de mai.
Je ne puis plus, baigné de vos langueurs, ô lames,
Enlever leurs sillages aux porteurs de cotons,
Ni traverser l'orgueil des drapeaux et des flammes,
Ni nager sous les yeux horribles des pontons.
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(versión español)

Mientras descendía por Ríos impasibles, Sentí que los remolcadores dejaban de guiarme: Los Pieles Rojas gritones los tomaron por blancos, Clavándolos desnudos en postes de colores. No me importaba el cargamento, Fuera trigo flamenco o algodón inglés. Cuando terminó el lío de los remolcadores, Los Ríos me dejaron descender donde quisiera. En los furiosos chapoteos de las mareas, Yo, el otro invierno, más sordo que los cerebros de los niños, ¡Corrí! Y las Penínsulas desamarradas Jamás han tolerado sacudones más triunfales. La tempestad bendijo mis desvelos marítimos. Más liviano que un corcho dancé sobre las olas Llamadas eternas arrolladoras de víctimas, ¡Diez noches, sin extrañar el ojo idiota de los faros! Más dulce que a los niños las manzanas ácidas, El agua verde penetró mi casco de abeto Y las manchas de vinos azules y de vómitos Me lavó, dispersando mi timón y mi ancla. Y desde entonces, me bañé en el Poema Del Mar, infusionado de astros, y latescente, Devorando los abismos verdes; donde, flotando Pálido y raptado, un ahogado pensativo a veces desciende; ¡Donde, tiñendo de golpe las azulidades, delirios Y ritmos lentos bajo los destellos del día, Más fuertes que el alcohol, más amplias que nuestras liras, Fermentan las amargas rojeces del amor! Yo sé de los cielos que estallan en rayos, y de las trombas Y de las resacas y de las corrientes: ¡Yo sé de la tarde, Del Alba exaltada como un pueblo de palomas, Y he visto alguna vez, eso que el hombre ha creído ver! ¡Yo he visto el sol caído, manchado de místicos horrores. Iluminando las largas fijaciones violetas, Parecidas a los actores de dramas muy antiguos Las olas meciendo a lo lejos sus temblores de postigos! ¡Yo soñé la noche verde de las nieves deslumbrantes, Beso que sube a los ojos de los mares con lentitud, La circulación de las savias inauditas, Y el despertar amarillo y azul de las fosforescencias cantoras! ¡Yo seguí, durante meses, imitando a los ganados Enloquecidos, las olas en el asalto de los arrecifes, Sin pensar que los pies luminosos de las Marías Pudiesen forzar el morro de los Océanos jadeantes! ¡Yo embestí, sabed, las increíbles Floridas Mezclando a las flores ojos de panteras con pieles De hombres! ¡Los arco iris tendidos como riendas Bajo el horizonte de los mares, de rebaños glaucos! ¡Yo he visto fermentar los enormes pantanos, trampas En las que se pudre en los juncos todo un Leviatán; Los derrumbes de las aguas en medio de la calma, Y las lejanías caer en cataratas hacia los abismos! ¡Glaciares, soles de plata, olas perladas, cielos de brasas! Naufragios odiosos en el fondo de golfos oscuros Donde serpientes gigantes devoradas por alimañas Caen, de los árboles torcidos, con negros perfumes! Yo hubiera querido enseñar a los niños esos dorados De la ola azul, esos peces de oro, esos peces cantores. -Espumas de las flores han acunado mis salidas de rada Y vientos inefables me dieron sus alas por un momento. A veces, mártir cansado de polos y de zonas, El Mar cuyo sollozo hizo mi balanceo más dulce Elevaba hacia mí sus flores de sombra de ventosas amarillas Y yo permanecía, al igual que una mujer, de rodillas... Casi isla, quitando por mis bordas las querellas Y los excrementos de los pájaros cantores de ojos rubios. ¡Y yo bogaba, mientras atravesando mis frágiles cordajes Los ahogados descendían a dormir, reculando! O yo, barco perdido bajo los cabellos de las algas, Arrojado por el huracán contra el éter sin pájaro, Yo, a quien los Monitores y los veleros de Hansa No hubieran salvado la carcasa borracha de agua; Libre, humeante, montado de brumas violetas, Yo, que agujereaba el cielo rojeante como una pared Que lleva, confitura exquisita para los buenos poetas, Líquenes de sol y mocos de azur; Yo que corría, manchado de lúnulas eléctricas, Tabla loca, escoltada por hipocampos negros, Cuando los julios hacían caer a golpes de bastón Los cielos ultramarinos de las ardientes tolvas; ¡Yo que temblaba, sintiendo gemir a cincuenta leguas El celo de los Behemots y los Maelstroms espesos, Eterno hilandero de las inmovilidades azules, Yo extraño la Europa de los viejos parapetos! ¡Yo he visto los archipiélagos siderales! y las islas Donde los cielos delirantes están abiertos al viajero: -¿Es en estas noches sin fondo en las que te duermes y te exilas, Millón de pájaros de oro, oh Vigor futuro? ¡Pero, de verdad, yo lloré demasiado! Las Albas son desoladoras. Toda luna es atroz y todo sol amargo: El acre amor me ha hinchado de torpezas embriagadoras. ¡Oh que mi quilla estalle! ¡Oh que yo me hunda en el mar! Si yo deseo un agua de Europa, es el charco Negro y frío donde, en el crepúsculo perfumado Un niño en cuclillas colmado de tristezas, suelta Un barco frágil como una mariposa de mayo. Yo no puedo más, bañado por vuestras pesares, oh olas, Arrancar su estela a los portadores de algodones, Ni atravesar el orgullo de las banderas y estandartes, Ni nadar bajo los ojos horribles de los pontones.